viernes, 11 de agosto de 2017

El beso muerto



—Toda la culpa es de Hitler, ¿me oyes? Su cabeza es demasiado extraña.
    
     El checoslovaco, como le llamábamos antiguamente en la Residencia de Estudiantes de Madrid, estaba ido, furioso. Mi primera noche en Port-Lligat no había marchado según lo previsto. La cena en La langosta Espantada fue copiosa, cierto, y la calidad de los platos estuvo a la altura de lo que mi anfitrión había prometido media docena de veces; luego caminamos un buen rato por la cala, hasta que se hizo de noche y los bogavantes fueron sólo una sonora ventosidad bajo las estrellas. Pero cuando, ya en su casa, tuvo la idea de presentarme al mismísimo Führer, toda la noche se fue al traste. Tenía razón, su cabeza era demasiado extraña, o mi culo demasiado corriente.
 
     —Toma, acicala un poco al bastardo.
 
     Puso al pequeño Adolf en mi mano. Al instante me llegó el olor a mierda, mi mierda. Lo llevé hacia un pequeño barreño de cerámica lleno de agua y sumergí su cabeza en él. Cada paso que di me partió el culo en dos.
 
     —¡Con jabón! —gritó el checoslovaco, que en aquel instante, sentado en el tocador, daba la espalda al universo y empezaba a acicalarse.
 
     Observándole, me parecía estar viendo al mismo joven que conocí cuarenta años atrás, pero investido de un extraño título nobiliario; rey de los pedos, tal vez, o de algún lejano país arábigo lleno de djinnis. Su rostro seguía siendo aniñado, ni las arrugas ni las canas habían conseguido acabar con el pequeño tocapelotas que retozó siempre en su interior, pero ahora, la voz de este pequeño era mucho más distendida, ahora, aquellos labios que temieron besarme en la residencia de estudiantes eran capaces de maldecir entre espumarajos al mismísimo Satanás. Su eterno bigote, en el pasado sobrio y elegante, parecía reflejar también la soberbia de esta nueva condición, alzándose cornúpeto, exaltado, como una corona de coronas que demandara la atención del mundo. Se los atusaba en aquel instante con su acostumbrada mezcla de mermelada de ruibarbo, cera de abeja y pomada húngara, en un empeño por retorcer que no conocía la satisfacción. Reparé en el constante meneo de las puntas, lo que me ayudó a hacerme una idea de la larga lista de maldiciones e improperios que debía estar soltando entre dientes. El checoslovaco seguía muy enfadado.
 
     —Cuando acabes déjalo de nuevo en la estantería. Ya sabes, entre la Madre Teresa de Calcuta y Martin Luther King. Debimos probar primero con el buen pastor, los cráneos negroides son muy agradecidos.

    
     Coloqué el pene de goma junto a sus amiguitos, toda una galería de personajes célebres, pintados con la mejor de sus sonrisas. Todos excepto uno; la sola visión del glande hitleriano y su expresión malhumorada me produjeron de nuevo un retortijón anal, antes de que me girase y encontrara a mi amigo, ya de pie, aguardándome con la mano en el pecho. Sus ojos me miraban desbordados, con aire indagador.
 
     —Te he decepcionado, ¿verdad? Antes, en la cala, cuando tuviste la oportunidad de oler mi bogavante, y yo el tuyo, jamás imaginaste que acabarías con el culo desgarrado. Desde luego no en una noche como ésta, tan hermosa.
 
     Tenía razón, pero lo negué involuntariamente con la cabeza: «¡tu bogavante me encantó!», estuve a punto de exclamar. Algo en aquel ser altivo, de talante imposible, me hacía sentir agradecido por cada minuto que me dedicaba.
 
     —No, todo ha estado bien —respondí.
 
     Pareció sorprendido.
 
     —¿Bien? Después de tantos años sin vernos, nuestro beso ha sido una mierda. Sabía a viejo.
     —Ha pasado mucho tiempo, amigo mío. Somos viejos.
     —Y luego está todo eso de la mamada y mis amigos de la estantería. Nada ha ido como debía.
     —Tomaste más champagne de la cuenta, es normal que se te durmiera. Y con respecto a tus amigos de la estantería..., siempre tuve un culo muy delicado.
     —Además de hermoso —añadió socarrón—. El tiempo no ha pasado por él, está igual que hace cuarenta años. ¿Recuerdas? ¿Recuerdas la horrible biblioteca de la Residencia de Estudiantes? Sudé como un cerdo agradecido.

    
     Recordé aquella lejana tarde de primavera, el olor de los libros, la madera vieja, los hongos, la lejía de la señora Mendo, la tos de los estudiantes que clavaban sus codos en las mesas, y al checoslovaco, observándome expectante, con la mano enganchada a un ejemplar de La interpretación de los sueños, de Sigmund Freud. Había pasado media tarde en la biblioteca, yo también. Había seguido cada uno de mis movimientos, yo cada uno de los suyos. Y no era la primera vez: nuestros ojos habían bailado desde el primer momento en que nos cruzamos por los pasillos de la residencia. Pero aquella tarde algo me empujó a lanzarme; vi que se dirigía a la sección de psicoanálisis y decidí seguir sus pasos, zanjar nuestra silente obsesión de una vez. En un primer momento pareció resultar; sus dedos resbalaron por el lomo del libro y éste quedó olvidado en la estantería. Dio un par de pasos en mi dirección, me sonrió como un niño inocente, temeroso, pero con una curiosidad arrolladora. Yo llevaba ya un buen rato sonriendo, y mi corazón amenazaba con explotar. Bajó la mirada; sus ojos atravesaron mi pecho. Creo que llegó a escuchar los latidos. Yo imaginé fácilmente los suyos; también era su primera vez. Acerqué mis labios. Él no se retiró. Nos separaba un suspiro, un dedo de aire prohibido. Entonces palideció, y sus ojos se abrieron llenos de terror. Un enorme saltamontes acababa de entrar por la ventana y revoloteaba sobre las estanterías de la biblioteca. Los alumnos se levantaron en tropel para intentar capturarlo, mi amigo, en cambio, echó a correr como alma que lleva el diablo. Nunca más volvimos a intentarlo. Los años pasaron. Toda nuestra relación se redujo a miradas más o menos disimuladas. Terminé mi carrera de arquitectura y conocí a la mujer más maravillosa del mundo. Cuarenta años de felicidad. Por supuesto oí hablar de mi amigo, y mucho; sus cuadros empezaron a hacerse famosos en Estados Unidos y Europa, y la celebridad terminó por alejarlo completamente de mi vida, aunque siempre me pregunté cómo habría sido aquel beso en la biblioteca. Cuarenta años, cuarenta largos años preguntándome lo mismo. Sin embargo, para mi sorpresa, descubrí que también él se había devanado los sesos con la misma pregunta. Meses después del fallecimiento de mi esposa recibí una carta suya que decía: "Mis condolencias por lo sucedido. Ahora pasemos a hablar de mi beso".
     Y allí estábamos, en su casa de Port-Lligat, tratando de recuperar lo irrecuperable.

    
     —Ha pasado demasiado tiempo —dije tratando de encontrar un modo de reconciliarnos con la situación—. Tal vez deberíamos dejar las cosas como están, contentarnos con lo que tenemos.
     —¡Con qué! —exclamó ofendido— ¿Con charlar en el jardín? ¿Hablar de política? ¿Oler nuestros pedos eternamente? De eso nada. ¡Yo quiero mi beso! ¡El beso que me robó aquel espantoso saltamontes que irrumpió por la ventana!
     —Me temo que aquel beso ya no existe.

    
     Mi amigo me lanzó una mirada recriminatoria. Su voz sonó determinante, retadora:
    
     —¡Te equivocas!
    
     Se acercó con paso altivo a un pequeño armario y lo abrió. Sonrió triunfal. De su interior sacó un cuerno de carnero.
    
     —¿Un cuerno? —pregunté perplejo.
    
     Lo alzó hasta colocarlo delante de sus ojos, enormes y refulgentes como dos soles.
    
     —Un shofar; con uno de estos se anunció la coronación del gran Salomón, avisaron en el Sinaí de la llegada de Dios, Gedeón ordenó la destrucción de los madianitas, y yo recuperaré mi beso.
    
     Llevó entonces la boquilla del cuerno a sus labios y sopló. Apenas exhaló un poco de aire, pero allí dentro se desató el infierno. Un do, un sol, y una octava, de unas gravedades cavernosas, tremebundas, que levantaron los muebles del suelo y azotaron los cristales de la casa hasta resquebrajarlos. Aún recuerdo los bigotes del checoslovaco, vibrando como las alas de una libélula. Después, se hizo el silencio. Me encontré apoyado en una cómoda, aturdido por la embestida sónica. Mi amigo permanecía de pie, en el centro de la habitación, con el cuerno en la mano. Sonreía.
    
     —¿Qué ha sido eso? —pregunté.
   —Le he llamado —respondió con una tranquilidad pasmosa.
     —¿A quién?
     —A él, a Papito Malo. Él conseguirá mi beso.

    
     Justo en ese momento alguien hizo sonar la aldaba de la casa tres veces. Mi amigo salió de la habitación con un simple: «Ahí está, tan puntual como dicen». Yo seguí sus pasos, con la cabeza llena de preguntas, todavía bastante afectado por el lamento huracanado del cuerno.
     Al abrir la puerta principal nos encontramos con el hombre más extraño que he visto en mi vida: un hombre hongo, fue lo primero que pensé; negro como el tizón, con la talla de un pipote de sidra, y tocado por un oscuro y raído sombrero de copa cuyo cilindro casi lo igualaba en altura. Aquel ser, húmedo y viscoso, que parecía salido de un pozo de alquitrán, nos saludó con una leve inclinación de cabeza. Vestía una vieja levita de color negro, con unos faldones tan largos que caían desparramados por el suelo. Su voz era ronca y estaba llena de chasquidos, como si su laringe hubiese sido profanada por una horda de tumores hambrientos.

    
     —Puedo jurar y juro, que aquel coño estaba sucio como un cenicero —dijo de pronto.
     —¿Cómo dice? —preguntó mi amigo.

    
     Papito Malo suspiró. Pudimos oír algo parecido a un espeso gorgoteo en su interior.
    
     —Adoro verla babear mientras duerme —continuó—, lamer sus charcos salados.
    
     Mi amigo pareció impacientarse.
    
     —Señor Papito Malo, toqué el cuerno para...
  —Salieron a millares de aquel culo leproso —le interrumpió—. Malditos saltamontes sin culo.
    —Quiero mi beso.
    —¡Qué hijo de la gran puta! ¡Llevarse mi sombrero y mear dentro!

    
     Metió su manita, parecida a una pezuña cocida, dentro del bolsillo de la levita, y sacó una redoma con un líquido negro en el interior; luego la extendió en dirección a mi amigo. Éste, alargó su delgada mano lentamente, con prudencia, hasta hacerse con el pequeño recipiente. Entonces, Papito Malo dio media vuelta y se marchó sin más, con un golpe de aire que cerró la puerta tras él. Todo sucedió tan rápido que creí ser víctima de alguna ensoñación, por lo que corrí hacia la ventana y escruté el exterior. Y allí estaba, bajo la luz de una luna tan resplandeciente como el mismo sol. Aquel pequeño demonio bañado en petróleo movía sus cortas piernas en dirección a la playa, arrastrando los faldones de la levita y dejando a sus espaldas, sobre la arena, el rastro de un ser reptante. En el muelle le aguardaba una goleta blanca con la apariencia de un cisne. Nada más subir a bordo, el bauprés anseriforme giró lentamente y desapareció mar adentro, devorado por la oscuridad de la noche.
    
     —¡Eso es! —oí decir a mi amigo.
    
     Al girarme le encontré con expresión triunfal; los ojos muy abiertos, clavados en la pequeña redoma de cristal que sostenía en la palma de su mano.
    
     —¿Quién era ese hombre? Jamás había visto a nadie parecido. ¿Y qué hay en ese frasco de cristal?
    
     Pero mi amigo no me miraba. Toda su atención estaba puesta en el oscuro líquido del recipiente.
    
     —Sólo tengo que beberlo —prosiguió—, después traeré de vuelta nuestro beso. ¡Mi beso!
    
     La idea me pareció una locura.
    
     —No bebas esa porquería. Tiene un aspecto horrible.
    
     Pero acababa de decir estas palabras cuando mi amigo ya había vaciado el recipiente de un trago y saboreaba el extraño mejunje mientras se atusaba los bigotes.
    
     —Ya está hecho. Un genio no puede permitirse el lujo de dudar.
    
     Se tumbó entonces a lo largo en un diván y cruzó los pies con actitud impaciente. Observó la punta de sus mocasines un rato. Segundos después se cubrió el rostro con un paño de seda. Su voz sonó amortiguada:
    
     —Ahora siéntate en ese sillón y espera.
     —¿Que espere?
   —Eso he dicho. Sólo espera. Volveré en unos pocos minutos.

    
     Hice lo que me dijo, pero la espera fue más allá de unos pocos minutos. Un manto de silencio cayó sobre la casa, un silencio anormal, aplastante, que devoró el cantar de los grillos, el sonido de las olas, la brisa nocturna, mi propia respiración. Únicamente el tic tac del viejo reloj Kienzle que colgaba de una de las paredes del salón, me recordaba que seguía con vida. El tiempo corría, y cuando las campanadas anunciaron la media noche comencé a impacientarme. Mis ojos fueron del hueco de la ventana a la lámpara del techo, pasaron por la estantería llena de libros, por un busto de Freud, y terminaron en el diván, sobre el cuerpo inerte de mi amigo. Tardé en darme cuenta: ¡no respiraba! Sobresaltado, corrí hacia él y sujeté una de sus muñecas. Su piel estaba fría. Tampoco tenía pulso. Tragué saliva y llevé mis dedos a su cuello, obteniendo el mismo resultado. Me negué a creerlo, aquella velada no podía acabar así. Quise retirar el paño que le cubría el rostro, pero no me atreví. En lugar de eso, regresé al sillón y me dejé caer en él. Luego hundí el rostro entre las manos, luchando contra la terrible evidencia, tratando de borrarla. Permanecí así minutos, horas... El tiempo dejó de tener significado para mí.
    
     —Ya estoy de vuelta.
    
     De pronto, la misma voz amortiguada que me mandó sentarme y esperar, hizo que saliese del extraño aletargamiento en que había caído. Con ella, regresaron también el sonido de las olas y el chirrido de los grillos. El mundo parecía girar de nuevo. Lentamente fui apartando las manos que me cubrían el rostro, y encontré a mi amigo de pie en medio del salón. Todavía llevaba el paño sobre la cabeza.
    
     —Ha sido un viaje increíble —murmuró sin apenas fuerza.
    
     La alegría-sorpresa de verlo restituido me impidió articular palabra. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que le tomé el pulso? ¿Tres, cuatro, cinco horas? Un vistazo a la ventana me mostró un cielo todavía nocturno, pero que empezaba a clarear. Comprendí que mi amigo había estado muerto casi toda la noche. Entonces pensé en la posibilidad de que aquello tal vez hubiese sido una ilusión, que la pócima que bebió logró ralentizar suficientemente los latidos de su corazón hasta hacerlos imperceptibles. Después de todo era la probabilidad menos improbable en una ecuación que sobrepasaba mi entendimiento. Sin embargo, con el checoslovaco nada era tan fácil.
     Su voz, sorprendentemente monótona, inició un soliloquio tras aquel paño que hacía de telón:

    
     —He navegado en un extraño barco, en un extraño mar. Sin embargo, todo allí era enormemente familiar. El barquero, un amable señor con cara de polla, me sonrió, y señaló hacia la orilla de un islote sombrío al que nos dirigíamos. Cuando pisé tierra, meneó su rostro y se alejó. Ni siquiera pude decirle adiós. Pero qué más da, tengo uno igual bajo la bragueta. Subí luego a una colina fangosa, desde donde divisé el cementerio más grande del universo. Las tumbas se amontonaban unas sobre otras, como favelas brasileñas. En ese momento un perro negro lamió mi mano. Olía a perfume. Acaricié su noble cabeza y me sonrió. Quería que le siguiese, y eso hice. Ladró algo sobre mascarones vacíos, sobre África y Nueva York, ladró sin parar mientras hacíamos el sendero. No dejó de besarme. Qué perro más guapo. Si no hubiese estado tan ocupado me habría dejado follar allí mismo por él. Alcanzamos la entrada del cementerio; el cementerio de las pasiones reprimidas, ladró mi guía. Allí, en aquellas tumbas, estaban todos los mordiscos, los azotes, los pellizcos, los escupitajos, las caricias, los pedos, y más de ocho centenares de pajas que no pude satisfacer en su momento. Quise detenerme varias veces y dedicarles el tiempo que merecían, pero teníamos prisa. Al alcanzar una tumba abierta, junto a una figura de San Sebastián, mi guía saltó dentro y desapareció. Desde el fondo de aquel foso escuché su último ladrido: «Coge la pala de plata y sigue, corazón astronómico de baraja francesa». Me hice con una que encontré apoyada en la imagen del santo y continué caminando. Finalmente di con la tumba que buscaba. En la lapida, con letras bien grandes, ponía: "Aquí descansa el beso que murió en la biblioteca, a manos de un espantoso saltamontes".
     »Y cavé. Y cavé. Y cavé. Y cavé. Y cavé. Y cavé. Y cavé. Cavé hasta dar con la tapa del ataúd. Y al abrirla lo encontré, grande, carnoso y húmedo. Pero ya no era rosado, sino de color azul oscuro. Ya no sonreía; ahora estaba congelado en una mueca terrible de dolor y desesperación. Y tenía gusanos. Y olía a podrido, a muerto. Pero vivía. ¡Vivía! ¡Nuestro beso seguía vivo allá abajo! ¡Mi beso! Tenía que traerlo de vuelta como fuese, y eso hice. Ahora está aquí, conmigo. Con nosotros.

     Su mano tiró del telón fantasmagórico que le cubría el rostro. Me estremecí. Eran los ojos de mi amigo, los mismos, pero diferentes; ahora ya no tenían curiosidad, carecían de aquella chispa casi infantil que los distinguía, ahora estaban llenos de hambre, de un hambre voraz. Su sonrisa, anteriormente histriónica, se había convertido en una mueca cruel y ansiosa, ávida de comer carne. El beso muerto vivía en él, era indudable, decolorando su piel, convirtiendo sus movimientos en un torpe remedo de vida; había tomado control de sus atributos, envileciéndolos en extremo. Dio algunos torpes pasos hacia mí. Extendió su pálida mano, y se relamió. Vi la lengua, recorriendo sus labios resecos, como si se hallase ante un festín. Vi sus ojos, los del beso, resueltos a alimentarse. Cuarenta años bajo tierra lo habían convertido en una pasión pútrida y desmedida, en una aberración de ultratumba que sólo deseaba hacer una cosa: devorarme. Pronto empezó a correr la sangre, mientras las puntas erectas de su bigote acariciaban mi piel como las patas de una cucaracha. Ni siquiera grité; aquel beso era tan mío como suyo.

***

No volví a ver a mi amigo después de aquella noche. Supongo que había desaparecido nuestro único vínculo. Sin embargo, jamás dejé de hablar sobre él, de un modo u otro. Son muchas las veces en que la presencia de mis cicatrices ha pedido una explicación, que cuente la vieja historia, como todos la conocen. La primera vez que la conté fue pocos días después de mi noche en Port-Lligat; la ropa veraniega no cubría del todo las múltiples dentelladas en piernas y brazos, pero a todos pareció satisfacer la historia del perro salvaje y la antitetánica. Mis nietos adoran esa historia y no se cansan de oírla. En cuanto a mí, cada vez que me quedo a solas, paso las yemas de mis dedos sobre las cicatrices, una por una, y me deleito con algo bien distinto. Mi historia es la del muerto viviente, el monstruo que abandonó su pútrida tumba para amarme como no pudo en vida.


Rafael Lindem



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