viernes, 29 de septiembre de 2017

El mal púrpura



Fotografía de Rafael Lindem



Mi mujer se moría. Tal era el vertiginoso avance de la devastadora afección que la consumía que, en cuestión de tan sólo unos meses, su aspecto era ya el de una demacrada efigie sin apenas fuerzas para soportar el peso de sus ateridos y escuálidos miembros. Poco o nada podía hacer yo contra el dolor que, día tras día, castigaba su desgarrado cuerpo, pero me obstiné en permanecer a su lado todo el tiempo que me fue posible, decidido a enfrentar cualquier eventualidad que osara amenazar con privarme para siempre de su compañía.

  Yo sentía verdadera adoración hacia la figura de Ana; acuciado por los estertores de su inminente declive, mi ser pervivía entre las brumas de un insolente delirio. La veía morir y moría con ella, contemplaba su indecible tormento y deseaba con todas mis fuerzas ocupar su lugar en aquel infausto castigo. A pesar de haber sido testigo de las nefastas predicciones vertidas por una troupe de desesperanzados doctores, jamás logré hacerme a la idea de que, más temprano que tarde, su presencia me sería arrebatada. La vida sin su compañía se me antojaba vacía, la hechura de una inmensidad estéril que abrazaba la salvedad de un incierto y aciago destino. En esa inmensidad coexistía con estremecedoras pesadillas que no ayudaban a ver la luz, y que hundían mi espíritu aún más en aquel pozo sin fondo. En mi constante desvarío, vislumbraba la sempiterna vastedad de un sombrío corredor a través del cual avanzaba con paso decidido. Sumido en la más profunda desesperación, evocaba en tanto aquellos maravillosos tiempos en los que, cegados por el embaucador rostro de la juventud y el desconocimiento de la fatalidad, sonreíamos al mundo que se revelaba ante nuestros bisoños ojos. Pero bastaba recordar la lejanía de aquella época para que el dolor se cebase de nuevo en mi debilitado espíritu. La soledad y la oscuridad, propias de las horas nocturnas, engrosaban más aún la sensación de desamparo, e imposibilitaban mis continuos esfuerzos por abandonarme a los brazos medicinales de Morfeo.


 Solía dedicarme a vagar como alma en pena entre la laberíntica amalgama de escaleras y galerías de mi hogar, una maravilla arquitectónica heredada de mis padres. Desde el primer momento en que Ana conoció la solemnidad de aquellos muros, juró que su corazón había sido conquistado en el acto, y me obligó a convertirlos en nuestro hogar, a pesar de la tristeza que me producía el recuerdo de mis progenitores. Pero para ella, que tenía la mente puesta en su futura y deseada maternidad, era de gran importancia que el lugar donde pensaba criar a sus retoños fuese tranquilo, ajeno al mundano ajetreo de las urbes. No tardé en expresar mi desacuerdo, agarrándome al odio cerval que siempre había sentido por el artificio de lo ampuloso, y por el poder sugestivo de aquellas habitaciones, pertenecientes a una época y a unos seres que pertenecían al pasado; no obstante, la perspectiva de la paternidad y los ruegos arrebatados de mi querida esposa, lograron doblegar finalmente mi negativa. Por desgracia, estos proyectos se esfumaron con infame presteza, pues al poco de hacer realidad nuestro primordial deseo de hacer vida en común, la salud de Ana se resintió hasta límites inconcebibles. Unas semanas más tarde, desesperados ya por el trágico cariz que había tomado la situación, decidimos acogernos a los poderes de la erudición médica. Nos topamos, sin embargo, con un nuevo muro: el mal que arrebataba la vida de mi esposa resultó estar más allá de la ciencia de aquellos hombres. Por todo, nos ofrecieron un tratamiento paliativo que consiguió frenar su creciente dolor, bajo la tutela, en nuestro propio hogar, de un excelente doctor a quien estaré agradecido toda mi vida.



  Qué mujer tan hermosa tenía. La mismísima Elena de Troya habría sentido celos de la profundidad esmeralda de aquellos ojos, y de la fogosa pasión que titilaba en su interior. No fueron pocas las veces, que me deleité en la contemplación de su hipnótico parpadeo, semejante al batir de una mariposa encubridora de misterios, cuya mera sugerencia me hacía sentir la turbación de Tántalo al paladear la inmortal Ambrosía. Era, en resumidas cuentas, un simple y efímero ser a merced de los dictados de una criatura superior. Su cabello era largo, cobrizo y brillante, de tacto sedoso; una exuberante lengua flamígera que desparramaba su esplendor en forma de cascada tornasolada sobre unos hombros magníficamente torneados. Bajo su frente marfileña descollaba una nariz pequeña y graciosa, seguida de unos labios redondos y sensualmente gruesos que solían esgrimir una sonrisa tan bella como misteriosa. Así la recordaba, mientras la enfermedad iba conquistando territorios con su pestilente ejército.


  Los ataques provocados por tan particular padecimiento eran episodios de una magnitud cruel. Su cuerpo era presa de un débil movimiento espasmódico que derivaba en un maremagnum de violentas convulsiones. Durante los primeros meses del traumático proceso, la medicación había logrado controlar hasta cierto punto los terribles arrebatos pero, a medida que la enfermedad avanzaba, el indiscriminado alcance de estas arremetidas se transformó en un hecho incontrolable y, a todas luces, imbatible. Tal era la magnitud del dolor, que de su maltrecho organismo brotaba un torrente viscoso y sanguinolento con cada espasmo. Yo luchaba por no sucumbir a la debilidad que me causaba sentir el repugnante miasma que expelía la regurgitada miscelanea. Mi fuero interno se retorcía de espanto ante la turbadora visión, cada vez que Ana sucumbía a un estado febril y, jadeante, mostraba la apariencia deslustrada de una efigie anémica, cuya composición ósea se perfilaba a través del castigado lienzo que envolvía cada rincón su consumida esencia. Por añadidura, el más pequeño esfuerzo hacía que sus facciones tendiesen a inflamarse de un modo grotesco, hasta el punto de conferir a su rostro el aspecto de una aberrante máscara de deformidad. El cansancio terminó sellando sus párpados, sus otrora prominentes y remarcados pómulos cobraron la forma de protuberancias negruzcas, y un mar de sangre emergió de las abundantes grietas que poblaban sus labios, también de su lengua, transformada ahora en una suerte de tubérculo descomunal que, insolente, coronaba la cúspide de aquella bulbosa tumefacción. Inspirado por el tono cardenalicio de los fluidos, decidí bautizar la monstruosidad con el título de “Mal Púrpura” o “Máscara púrpura”, poético y amable apelativo para tan ominoso transtorno.


  Jamás en la vida pretendí sentir repulsa hacia la figura de mi esposa y, si en algún momento fue así, puedo jurar que sucedió en contra de mis más nobles intenciones. Simplemente, no pude remediarlo a causa del avanzado estado del imparable deterioro que, día a día, la transformaba en un ser diametralmente opuesto a la fascinante criatura que tanto veneré. En no pocas ocasiones me pregunté cómo podía tener el valor de presenciar con relativa impasibilidad aquel agónico trance que, de forma paulatina, se tornaba más y más recrudecedor. Ofuscado en el sino de tan funesta desventura, me refugié en contadas -y benditas- horas de lucidez en el transcurso de las cuales mi corazón se sentía con la fuerza y decisión propias de un guerrero; instantes efímeros en los que me llegué a plantear la posibilidad de liberar de su calamitosa existencia a aquel alma desventurada. No obstante, estas elucubraciones fugaces se desvanecían intrínsecamente, pues la oscuridad volvía de inmediato a cernirse sobre mi persona, incitándome a caer de nuevo en las garras de la sinrazón más bárbara. Sumido en tales elucubraciones, era consciente de mi indecisión, mi cobardía y mi profundo egoísmo, lo cual me sumía en una gran vergüenza. 




  Las horas se tornaban en impávidos ecos de desesperanza; preso de la más atroz incertidumbre, en mi interior comenzó a desatarse una tempestad de contradictorios sentimientos, un cúmulo de capciosa confusión que avasallaba con tiranía los restos de mi, cada vez, más nulo entendimiento. Inevitablemente, aquello acabó derivando en una categórica animadversión hacia la que había sido durante tantos años el objeto de todos y cada uno de mis deseos. Tanto fue así que, en un momento determinado, debido a mi constante lucha interna por no sucumbir presa de aquel inmundo asco, decidí, aun sintiéndome profundamente avergonzado, trasladar mi lugar de descanso a una habitación contigua a la que había sido nuestro lecho conyugal. En mi defensa, expliqué a mi amada que esto era una simple precaución para no caer presa del cruento mal, pero, pese a todo, capté el reproche en su mirada. Ese empeño por rehuir su presencia, que ella detectaba con hiriente facilidad, lograba sumirla aún más en su tangible miseria. Comencé a ser presa del mayor desasosiego cuando, absorto en las oscuras divagaciones a las cuales me conducían tales y tan sosegadas horas de silencio, llegué a transformarme en una sigilosa criatura nocturna, una implacable alimaña que se obstinaba en vivificar el hálito de su constante zozobra. Alentaba mis noctívagos arrebatos recorriendo incansable el interior de aquella inmensidad augusta que se había transformado en nuestro hogar. En mi incansable vagar, transitaba una y otra vez todos y cada uno de los recovecos que conformaban aquella prisión. Pero lo que más me inquietaba de este repentino trastorno que me gobernaba, era el enfermizo hábito de acechar el mortecino descanso de mi esposa. Así, me recreaba de manera insana en el movimiento apenas perceptible de su pecho, cuyas desacompasadas oscilaciones reflejaban el denuedo que realizaba en su afán por abrazar un último influjo vital. La cerúlea turgencia que emborronaba sus exquisitas facciones y transformaba sus miembros en un piélago de indefinidas e inmóviles formas, acrecentaba la desesperación que podía verse reflejada en aquel irreconocible y demudado semblante. En infinitas ocasiones, cuando permanecía absorto en la contemplación de este macabro espectáculo, podía sentir el eco reverberante de aquellas declamaciones que, en un principio, sentía producto de mi alienación pero que, con el paso de las semanas, comencé a aceptar como mis más fieles confidentes. Atenazado por el peso de mi desdicha, no veía otra salida que la de entregarme al diálogo con mis perversas compañeras de fatiga, las cuales, regodeándose en su infinita comprensión, conseguían que mi mente incurriese en singulares y pérfidas cavilaciones. Así era como transcurrían mis días, sumidos en la plenitud de tan mórbida fascinación.


  Sin embargo, mi completo descenso a los infiernos tendría lugar unos meses después, cuando, en mitad de un estupor irracional, me vi perseguido y acorralado por los ojos acusadores de aquel vestigio casi inánime de la que antaño fue la otra parte de mi ser; la misma velada epicureidad que me imploraba, entre ininteligibles y entrecortados resuellos, que pusiese fin a su desgarradora expiación sin retorno. Desesperado, traté de mitigar su martirio recurriendo a todas las soluciones que tenía a mano, sobre todo a aquellas que provenían de mi afable amigo de ciencia, cuya paciencia y fidelidad habían demostrado estar por encima de mi insoportable hermetismo y obstinación por permanecer sumido en la más completa soledad. Pero hacía ya algún tiempo que la efectividad de los remedios paliativos había disminuido notablemente, lo que acabó desplazándome a una situación de revancha y hostilidad hacia un mundo que continuaba girando con insultante impasibilidad ante el holocausto carnal de mi esposa. 

Los cimientos de mi alma se tambaleaban como los de una destartalada construcción en llamas; mi lucidez sucumbía a la sinrazón que me devoraba por dentro, entregándome a los límites del paroxismo. Definitivamente, mi sentido común terminó preso de aquellas elucubraciones que, una y otra vez, quedaban grabadas a fuego en lo más profundo de mi conciencia:



—No dejes que te mire, pues su falsa piedad solo pretende alimentar tu confusión, abstráete en la sapiencia de los dictados que corroen tu fervor interno. El ciclo ha comenzado para ti, el avance es acusado e imparable y tus pasos raudos y firmes. Bien sabes que no hay luz en este camino sin retorno...


  Entregado a los preceptos de mis, cada vez más, impetuosos arrebatos, sucumbí al influjo de aquella sibilina mezquindad. Pude sentir mi pecho desbocado, las abrasivas ansias de todo mi ser por dar rienda suelta a mis más obtusos instintos, obnubilado por la presencia de aquella mascara púrpura cuya dantesca visión lograba arrastrarme a una inacabable vorágine de locura:




—Maldito despojo inmundo, ¡deja de mirarme!, puedo atisbar el brillo de tu odio en esos focos de perfidia que se deleitan en la contemplación del último resquicio de cordura que aún reside en mí. 


  Sentí el inconmensurable poder de mi naturaleza revelada, el palpitante calor de la sangre fluyendo a través de mis inflamadas venas; preso de la ira, me abalancé sobre aquella escuálida forma que me retaba a cometer tan atroz felonía. Escuché, perdido entre las sombras de mi velado raciocinio, el gemido estrangulado que luchaba por aflorar entre los estertores del faríngeo sometimiento. Sus párpados se abrieron de par en par, revelando una mirada acusadora que alimentó aún más la descomunal cólera de mis manos. Creí percibir un borboteo ahogado, el preludio de una eclosión sangrienta que salpicó la sábana con un millar de corpúsculos de color carmesí. Mientras, observé victorioso, boqueaba como un pez fuera del agua, decidida a no soltar el exiguo hálito de vida que le quedaba. Su patética resistencia me excitó sobremanera, y presioné con mayor fuerza su raquítica garganta. Presa del demencial arrebato, contemplé su lengua tuberculosa, retorcida en el interior de aquella hedionda oquedad poblada por una fila de destartaladas y pútridas piezas dentales. Pero necesitaba alargar su agonía, ¡lo deseaba!, y aflojé la presa para sentir el alcance de mi omnipotencia. No pude reprimir el grandilocuente bramido:




—¡Suplícame, solo suplícame que te deje libre! Dime que quieres vivir, ¡dímelo! ¡Suplícame de una vez!


  Advertí el brillo casi inerte que despuntaba en su semblante, y que revelaba la proximidad de la muerte. Mi envilecido arrebato menguó, aunque no lo suficiente. Pronto redoblé la fuerza de mi ataque, decidido a darle por fin la liberación que mi amada imploraba entre ahogados lamentos. Una vez más sufrí el azote de las inmundicias que abandonaron lo más profundo de sus entrañas. Degusté el amargor de la coagulada ponzoña que cayó cerca de la comisura de mis labios; su sabor abrió la puerta a infinidad de turbulentas ensoñaciones que nunca antes había osado contemplar. Mis días de humanidad perecieron en aquel lecho mancillado por el asco y la podredumbre, arrasados por el impúdico azote de la crueldad.




  Sumido en el recuerdo del paladeo de la ponzoña, la tragedia se sirve de mi presente, testigo único de la embestida de punzadas traicioneras que sacuden mis extremidades, condenadas a un tuberoso duelo; la última llama titila levemente y mece al viento los últimos estertores de su fulgor nacarado… Una sonrisa enigmática despunta a mis agrietados labios y propicia el último centelleo de mi árida mirada… El velo de la lejanía está siendo rasgado, percibo la estentoreidad cada vez más cercana del canto de Perséfone…


Lady Necrophage (Nieves Guijarro)


3 comentarios:

  1. Un relato muy duro y muy bien escrito

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias Cristina por dar sentido a este espacio. Espero seguir viéndote por aquí.

    ResponderEliminar
  3. Es un relato desgarrador, el relato amoroso más obsesivo que he leído en mucho tiempo. A mí me ha sacudido hasta el final.

    ResponderEliminar